El secreto de sus manos.
Resultaba algo extraño pero, a veces, sus manos se escapaban
de él y la recorrían traspasando la cristalina pared para regalarle una tímida
caricia.
Sus manos, las de él, sentían vergüenza. Pocas veces se
animaban a dejar entrever lo que en verdad, la mente y el corazón pensaban.
Ella solía burlarse: “tus manos se ponen coloradas y torpes… equivocan las
teclas y escriben incoherencias…” Y reían los dos de la manera más
despreocupada. Como si no existiera otra ocupación en el mundo más que la de
reir.
Lo que no le contaba (ella) era que no se reía de él, ni de
su vergüenza ni de su repentina torpeza. La suya era una risa de secreto
triunfo. Él no hubiera entendido ese triunfo. Tal vez lo comprendieran sus
manos y ese fuera el motivo por el que se evadían de él y se refugiaban en
ella.
En todo caso, las recibía y las llenaba de secretos con la
endeble esperanza de que mañana, o cualquier día, perdieran la timidez y le
contaran todos los sentimientos compartidos con murmullos de manos.
Nunca supo si se animaron a develar lo prohibido o si
siguieron (de esto sí estaba segura) durmiendo en otra cintura y soñando otras
geografías. No lo supo y por eso las dejó ser.
“Y yo las dejo. Tal
vez porque sé que no son mías tus manos, aunque estén desbordantes de mi. No
son mías. O sí, pero ni vos ni ellas lo saben aún.”
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